La mujer de la esquina

Cuando iba de compras al supermercado desde mi piso anterior, solía ver, en la acera del almacén, una mujer de veinte años y pico, blanca de piel, vistiendo pantalones ajustados y luciendo un largo pelo moreno llegando hasta sus nalgas.
Idas y vueltas en la acera, mirada atenta controlando su entorno… su actividad quedaba relativamente evidente. Pero parecía controlar la situación y vivirlo sino bien, por lo menos sin problemas.

Cuando me mudé, dejé de pasar por el trozo de acera de esta señora.

En algunas partes de mi nueva calle la prostitución tiene otra cara.
Por un lado, chicas jóvenes “importadas” de África, “condicionadas” e “instaladas” en la acera. Oficialmente tienen más de 18 años, pero algunas caras apenas parecen 15 años. Pocas se quedan más de unos meses. Cuando engordan con la alimentación occidental o dejan de ser atractivas por cualquier razón, desaparecen y llega otra tropa de jovencitas.
Por otro lado, se ven chicas más maduras con ya meses o años de experiencia y que, a duras penas, trabajan durante la noche. Yo escucho sus peleas de vez en cuando y cruzo a algunas naufragas cuando voy a trabajar.
Cuanto más jóvenes las chicas, cuanto más cerca del bulevar y de día.

La mujer que recorría la acera del supermercado tuvo que abandonar este espacio. No sé si fue por las multas o por la competencia de las chicas de la calle Labat, lo cierto es que ahora se instaló en la esquina de mi calle.
Si supo conservar un cuerpo bonito, tuvo que cortar la mitad de su largo pelo y la piel de su cara desvela que se enfermó algunas veces.

Yo suelo verla los sábados. Llega a las once en punto y trabaja hasta las cuatro de la tarde. Pero la mujer de la esquina me parece cada día más tristona.
Unos meses atrás, vi que un viejo africano de sus amigos la invitaba a tomar un café para que le contara sus penas.
Y desde la vuelta de las vacaciones es peor todavía. Cuando empieza a trabajar por la mañana del sábado, parece muy nerviosa y tras unas horas esperando, le cuesta contener sus lágrimas.

A veces tengo ganas de imitar al viejo africano y de regalarle un café, pero no sé si le vendría bien.
Y mientras tanto recuerdo la canción que Edith Piaf dedicó a las mujeres de vida alegre…

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